Aranzazú Zacarías Guevara
Socia fundadora en Sostenibilidad Activa
Este año, mientras caminaba entre las calles llenas de papel picado y luces naranjas, algo me llamó la atención. No era el bullicio ni los disfraces, sino la textura. Veladoras desechables, flores sintéticas, calaveras envueltas en plástico brillante: todo parecía hecho para durar más que la propia memoria que buscábamos honrar. Pensé en lo irónico que resulta: un país que celebra la muerte con objetos que nunca morirán.
No lo vi como una anécdota decorativa, sino como una señal de época. El Día de Muertos —quizá la tradición mexicana más universal— se ha vuelto un espejo que refleja la contradicción de nuestro tiempo: queremos mantener vivas las formas, pero hemos perdido el sentido de los materiales que les dan vida.
Este 2025, los productores de flor de cempasúchil enfrentaron un panorama inusual. Las lluvias prolongadas de agosto y septiembre afectaron la floración en regiones clave como Atlixco, Puebla, y Tenancingo, Estado de México. Los cultivos se anegaron, los tallos se pudrieron y, en algunos casos, las siembras completas se perdieron. Según la Secretaría de Agricultura, se prevé una reducción de hasta 30% en la producción nacional.
Más allá de las cifras, lo que está en riesgo no es solo una flor: es el símbolo que cada año convierte el paisaje mexicano en un recordatorio colectivo del ciclo de la vida. Si la irregularidad del clima altera su floración, también se altera la temporalidad emocional del país: el olor que anuncia noviembre, el color que ilumina los altares, la semilla que marca el fin de la cosecha.
El caso del copal es igual de revelador. En estados como Morelos, Guerrero y Oaxaca, los árboles de Bursera bipinnata y Bursera copallifera se encuentran bajo presión por tala, sobreexplotación y narco cultivos. La creciente demanda de resina —para rituales, turismo religioso o exportación— supera la capacidad de regeneración natural del bosque. Algunos recolectores locales cuentan que los árboles jóvenes ya no producen resina suficiente y que los adultos mueren antes de tiempo. A esto se suma la pérdida de prácticas tradicionales de manejo, que antes limitaban la extracción a ciertos meses del año.
Ambos casos —el de la flor y el de la resina— son advertencias. No sólo sobre la crisis ambiental, sino sobre el peligro de perder los símbolos que nos permiten interpretar el mundo. Cuando una tradición se queda sin su materia viva, la cultura se vuelve un eco vacío de sí misma.
Por eso, más que un ejercicio nostálgico, hablar del cempasúchil o del copal es una manera de mirar el cambio climático desde otro lugar: el de los significados. No se trata únicamente de salvar una especie vegetal, sino de comprender que la desaparición de esos elementos implica también la desaparición de lenguajes, oficios, aromas, historias. El impacto del cambio climático no solo se mide en hectáreas o grados Celsius, sino también en lo que erosiona culturalmente: lo que borra de nuestra memoria sensorial y simbólica.
El Día de Muertos puede parecer una tradición inmortal, pero su permanencia depende de una ecología frágil. Y ese vínculo invisible entre cultura y naturaleza podría ser, justamente, la puerta de entrada para que las grandes conversaciones globales sobre sostenibilidad aterricen en la vida cotidiana.
En noviembre de 2025, Brasil será sede de la COP30, la conferencia mundial del clima que tendrá lugar en Belém do Pará, en pleno corazón de la Amazonía. Su agenda oficial incluirá —por primera vez— jornadas dedicadas a Cultura, Justicia y Derechos Humanos, y un eje transversal llamado Círculo de los Pueblos, centrado en comunidades indígenas y tradicionales.
Es un avance significativo. Durante tres décadas, los debates climáticos se concentraron en curvas de emisiones, financiamiento verde y compromisos entre gobiernos. Pero la experiencia ha demostrado que las metas de carbono no movilizan emociones. La cultura sí. La cultura traduce la abstracción climática en algo que se puede oler, tocar, recordar. En flores que florecen o no, en montes que resinan o no, en rituales que siguen vivos o se extinguen.
Incluir la cultura y la identidad comunitaria en la conversación climática no es un gesto simbólico: es una estrategia de acción. Significa reconocer que, sin narrativas colectivas, la sostenibilidad se queda sin cuerpo social. Que sin comunidades que la interpreten, las políticas climáticas no tienen arraigo ni continuidad.
Quizás lo más esperanzador del Día de Muertos es que, pese a todo, sigue siendo un espacio de reconexión. En cada altar con flores naturales, en cada familia que prepara su copal artesanal, hay una forma silenciosa de resistencia frente a la homogeneización y el desarraigo.
El desafío no es conservar las tradiciones tal como eran, sino mantener viva su relación con la tierra que las hace posibles. El cempasúchil puede evolucionar, el copal puede reinventarse, pero su esencia —la conexión entre lo humano y lo natural— no puede perderse sin que algo fundamental se rompa.
Tal vez por eso, cuando las cumbres internacionales discutan sobre metas y acuerdos, valga la pena recordar que la sostenibilidad también se juega en el terreno de lo simbólico. Porque antes de hablar de carbono, hay que hablar de cultura; antes de hablar de adaptación, de identidad. Y quizás ahí, entre la flor que aún florece y el árbol que resiste, encontremos una forma más humana de pensar el futuro.
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